Entre la fantasía y lo bucólico, cada pintura es refrescante como un día en el campo. Abundan los insectos y los bosques primaverales, las flores se retuercen en arabescos,animales fantásticos y reales comparten la escena con seres humanos que celebran la vida con placeres sencillos.
Anna Pugh (1938) debería ser una autora consagrada en el panorama artístico, con obra en colecciones de museos de todo el mundo, pero la industria del arte siempre la ha mirado de refilón. La galería londinense Lucy B Campbell —la única que representa a la pintora inglesa residente en Sussex— enmarca sus obras dentro del “arte popular”, seguramente la etiqueta más peligrosa para un creador, como si le dijeran claramente: “sí, tienes una mirada única, pero demasiado doméstica“.
La paleta de tono planos es la idónea para colorear un mundo de perspectivas caprichosas que bien podrían rendir homenaje a Giotto y a los pintores góticos, aquellos exploradores de nuevos espacios que en los siglos XIII y XIV rompieron con el lenguaje medieval de las dos dimensiones y allanaron la senda al renacimiento.
El espíritu naíf la emparenta con Henri Rousseau (1844-1910), pintor de selvas y animales exóticos perfectos y bellos, como sacados de una fábula. Al igual que el artista autodidacta francés, empezó a pintar tarde. La carrera de Pugh se remonta a los últimos 20 años, pero ha sabido sacarles partido creando en este tiempo 200 obras, al contrario que el perfeccionista y reflexivo Rousseau, que dejó tras su muerte un reducido número de trabajos.
En el perfil que la galería dedica a la autora está el que probablemente sea el único retrato que hay de ella en Internet. Un sombrero de ala ancha le tapa la cara y no tiene interés por posar, está demasiado ocupada cuidando el jardín. Pugh podría ser uno de los pequeños seres humanos que retrata en sus cuadros, con ropa sencilla y gesto amable, rodeada de masas de vegetación de las que no sería raro que surgiera un unicornio.
Helena Celdrán
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